Hace veinte años, Leopold Mapple era el joven científico más brillante de nuestro curso para estudiantes superdotados del Instituto de Ciencias de Londres. Era un chicarrón de cien kilos, rubicundo y bien vestido. Hubiera sido posible confundirle con un rico heredero ocioso; era, en cambio, el científico más importante en la investigación sobre física subatómica. Pero también era el más inveterado juerguista, comilón, bebedor, follonero, mujeriego y practicante de cualquiera de esas cosas llamadas por la mayoría vicios. Nuestro rector, un lagartón calvinista, le exhortaba con frecuencia a un comportamiento más moral, pero Mapple le contestaba siempre: "Soy un científico y he estudiado con atención el mundo: y afirmo que nunca se me ha aparecido en mis observaciones, ni con el microscopio, ni con la cámara de vacío, ni con los análisis químicos, ni con los rayos X, una cosa llamada 'moral' ". En efecto, Leopold Mapple era el hombre más radicalmente ateo, más rígidamente materialista, más alejado de cualquier veleidad filosófica o mística que jamás he conocido. Para él todo era materia, número, observación, confrontación, realidad: sobre todo el resto dejaba caer generosamente su ruidosa carcajada, perfectamente conocida en las cervecerías londinenses.
"Hay un solo medio -repetía con frecuencia- de elevarse de esta tierra, y es poseer una velocidad superior a los 11,45 kilómetros por segundo: todo el resto es carburante para la superstición y la ignorancia." Y se mantenía coherente con este monolítico enfoque de la existencia. Reunía a un grupo de amigos, yo, el doctor Hyde, Bohr, Fermi y Jacobson y nos arrastraba por el Londres nocturno. Comía y bebía desmesuradamente: "Nada de teoría, sin gastronomía", decía, y añadía: "Cierto que en el fondo sólo nos alimentamos de moléculas, pero entre un plato de hidrógeno y un pastel de cerdo, hay una bonita diferencia." Y a quien le decía que cada día estaba más gordo, le respondía: "En el Universo, las cosas gordas escasean más que las menudas: pocos elefantes, muchos mosquitos, pocas grandes estrellas, muchos planetitas."
En fin, un tipo más bien original, como ya habréis visto: pero su excepcional valía científica y su contagiosa alegría le hacían simpático a todos. También gustaba a las mujeres, aunque les repitiera con frecuencia: "Considero cualquier palabra dicha en la cama, más allá de las seis, como una conferencia, y como tal me reservo el derecho de abandonarla." Su carácter también le ocasionaba algunas molestias, como cuando, en cierta ocasión, vio a unos niños parados ante un belén de Navidad. Inmediatamente se lo quiso explicar todo: primero, que el Niño Jesús no podría haber nacido semidesnudo en la cabaña porque habría muerto de frío en pocos minutos, segundo, que la Virgen no podría haberle parido permaneciendo virgen porque la fecundación artificial no fue inventada hasta cerca de dos mil años después, y tercero, que si realmente hubiese llegado un cometa sobre la cabaña toda Palestina habría quedado reducida a una vorágine humeante. Además, los pastores que llegaban con las ovejas probablemente no habían ido allí para regalarlas sino para venderlas, como solían hacer, y que los tres reyes magos con los regalos era la mayor de las patrañas porque nunca en la historia un rey ha hecho una marcha nocturna a camello para llevar sus dones a un niño desnudo, a una niña de dieciséis años tal vez, pero a un recién nacido jamás en los siglos de los siglos amén, y después, como los niños quedaron más bien sobresaltados, se los llevó a todos a una pastelería y les ofreció una montaña de kraffen diciendo: tomad y comed, aquí está dios infinitamente bueno en su santa trinidad de crema, mermelada de naranja y chocolate.
Fue denunciado por los padres, y se ganó una nota de censura del rector, el cual, sin embargo, no le expulsó porque precisamente en aquellos días Mapple estaba ultimando un experimento extraordinario: había conseguido construir una cámara de vacío especial con la que estaba seguro de descubrir la tercera fuerza elemental, la fuerza, decía, que está en el origen de todas, y no es onda ni partícula, algo completamente distinto, y definitivo.
"Haré el último strip-tease a la llamada materia", nos dijo, pontificando entre montones de latas de cerveza, en una fiesta organizada la noche antes del experimento. "Y lo que surgirá al final, será el principio: nada de Buda o Jehová o Visnú u otras figuras mitad hombre y mitad perro o resplandecientes o resucitados o voladores o susurrantes arriba y abajo del cielo. ¡Se acabó el tráfico aéreo de impostores! Lo que hallaremos al final de mi experimento será Dios, a todos los efectos legales: aquello a partir de lo cual todo ha sido compuesto, y creado, y ocasionado, una partícula, una onda, una relación. No disparará rayos, ningún profeta se verá obligado a matar en su nombre, no necesitará disfrazarse de toro de madera para fornicar: será ni más ni menos que una fórmula. Alegre, sencilla, tangible, consistente, divulgable en las escuelas, utilizable en la industria. Muchachos, ese día iré a ver al rector y le diré: 'Ponga esta fórmula en el pesebre, en el lugar del Niño Jesús.' ¡Y verá la cara de memos que pondrán Josés y Marías y pastores y ovejitas y los reyes en camellos y los ángeles trompeteros!"
Nos echamos a reír, aunque alguno de nosotros se sentía algo escandalizado, pero Mapple nos arrastró, bebía, cantaba y piafaba como un caballo gritando: "¡In interioris hominis voz veritatis!" y pasamos revista a todos los tugurios del Sub-Chelsea y para contar los tapones de cerveza que hicimos saltar dijo Bohr que haría falta una ecuación compleja, y regresamos a casa borrachos como cubas.
Al día siguiente, ruidoso como siempre, Mapple llegó al Instituto para el experimento. "Bien -dijo-, tomemos un bonito átomo gordinflón y démosle de patadas hasta que se le caigan todos los electrodientes." Esta era su manera jocosa de definir los experimentos subatómicos. Un joven técnico se metió en la gran cámara de vacío, dentro de la cual se produciría el bombardeo, hasta la última partícula. Aquella mañana Mapple se sentía especialmente eufórico, y lleno hasta reventar de cerveza. No se dio cuenta de que el técnico se había echado en el suelo para controlar su temperatura. De modo que lo encerró inadvertidamente en la cámara, e inició el bombardeo. El experimento duró ocho días: durante ese tiempo el laboratorio estuvo cerrado para todos. Al noveno día vimos llegar a Mapple de smoking, de vuelta de la habitual noche de juerga. Todos le acompañamos mientras se dirigía a la cámara nuclear: "Muchachos" gritaba, haciendo girar su bastón de marfil, "la humareda de dos mil años de inciensos religiosos está a punto de esfumarse. Millares de curas invadirán las oficinas de empleo de todo el mundo. ¡Ningún niño volverá a sentirse aterrorizado por purgatorios e infiernos! Acabarán con las mermeladas encerradas en los armarios sn miedo a represalias. En las iglesias resonará, liberador, el tintineo de los brindis. Monjas desnudas se entregarán a rabinos en pelotas, ex-votos, ex-estolas, ex-misales, tiaras, sotanas y ornamentos y últimas canas, todo arderá en el mismo fuego en que la Iglesia ha quemado los libros, los herejes, las aldeas de los infieles. ¡Ha llegado la última cruzada! ¡La humanidad se ha salvado! ¡Cristo ha bajado a la Tierra, de la que nunca se había ido, y yo os lo mostraré! ¡La causa causarum, la sagrada partícula, aquél por quien... el primer motor, el ordo initialis, el huevo cósmico, el fabro celestial, el danzarín eterno, el ojo de Buda, el kkien, el waugwa, el primer bit, el supremo artífice! ¡Dispuesto para vosotros con todo su científico resplendor! ¡Seguidme!"
Y le seguimos, excitados, hasta llegar a la puerta sellada de la cámara del experimento, y retuvimos la respiración a su lado, cuando él abrió la puerta y vio... vio... al técnico, con la barba larga, el cabello desordenado, con el rostro demacrado por ocho días de ayuno, y la bata blanca, en jirones, que alzaba al cielo las manos abrasadas por las quemaduras radiactivas y gritaba:
"¡Estoy aquí! ¡Soy yo, Mapple, por fin me has encontrado!"
Describir el rostro de Mapple en aquel momento, me resulta imposible: se puso blanco como el mármol, los ojos parecieron salírsele de las órbitas, y lanzó un grito, un grito que hizo temblar los cristales del Instituto, y nuestros corazones:
"¡Noooooooooooooooo!"
Escapó, abriéndose paso entre nosotros. Nadie consiguió alcanzarle para explicarle lo que había sucedido. Desapareció en la nada y solo reapareció al cabo de muchos días, con la barba larga y los ojos enrojecidos; entendimos inmediatamente que había perdido la razón.
"Mapple -intentamos explicarle-, ¡lo que viste sólo era el técnico del Instituto, que se había quedado encerrado en tu cámara atómica durante ocho días!"
"No, amigos -dijo con voz inspirada-, ¡era Dios! En el fondo de cualquier átomo, está Dios."
Dos meses después partió, con esta extraña astronave, al espacio. Desde aquel día vuela por las galaxias, llevando la Religión a todas partes, a las estaciones espaciales, a los planetas, a las astronaves: no hay culto o rito que él no conozca y con el que no comercie. Así sea.
***
Lo que acabáis de leer es una de las muchas, muchísimas maravillas que podéis encontrar en la novela "¡Tierra!", de Stefano Benni (muy buena traducción, por lo que recuerdo, de Joaquín Jordá; yo solo lo he transcrito, las culpas de las erratas, a mí). Hay una edición de bolsillo en Anagrama (de la que he copiado esto) que cuesta 7 euros: no tenéis excusa para no pillarlo pero ya.
Dedicado a la Friki-que-podría-ser-mi-hija,
que ha recibido ¡Tierra! como regalo por su 5828º no-cumpleaños